El rechazo generalizado del fuego por sus impactos ambientales a gran escala está silenciando sus usos legítimos en la agricultura tradicional. El fuego también contribuye a las prácticas sostenibles y aporta a los medios de vida de los pequeños productores campesinos e indígenas.

Julio no siempre llega con buenas noticias. En Bolivia, indica que la época seca del año se encuentra en pleno apogeo y eso significa que los bosques pronto arderán de nuevo. Para el año 2025, llegamos a este tiempo posiblemente con dos avances. Contamos con información y cifras oficiales de los incendios de 2024; y, además, el debate público y las investigaciones han instalado una agenda renovada en la población boliviana sobre las causas del descontrol del fuego.
En este marco, uno de los consensos es que en general, los incendios no se dan de manera natural, sino que principalmente están asociados a la agricultura y la ganadería de las tierras bajas. Por ello, la población ha demandado que se ponga freno a las causas desde la raíz. En respuesta, el gobierno decretó una pausa ambiental ecológica (D.S. 5225) en septiembre de 2024 y con ello dio pasó a la política de supresión del uso del fuego agropecuario en todo el territorio nacional. Una medida concreta fue la suspensión de las autorizaciones de quemas. Hasta aquí todo bien. Ciertamente nadie quiere ver arder los bosques de Bolivia. Pero, por parte de las comunidades rurales y pequeños agricultores de las zonas tropicales hubo cierto rechazo a la nueva medida. ¿Cómo entender esta posición reaccionaria del sector campesino e indígena? Desde una mirada urbana, parece contradictorio, pero el asunto es más complejo.
Primero, la modernización agrícola no ha llegado por igual al campo. Desde la Chiquitania hasta la Amazonía, la mayoría de los pequeños agricultores rurales practican un tipo de agricultura que depende de la roza, tumba y quema. Y en esos términos, el fuego es una herramienta que cumple una función productiva. Es decir, la agricultura con fuego no necesariamente es algo arcaico o una cuestión del pasado. Las razones no solo son la falta de tecnología moderna, sino pragmáticas. El desmonte mecanizado es inviable cuando se trata de habilitar menos de una hectárea en medio del bosque o en terrenos ondulados.
En este contexto, la pausa ambiental al prohibir totalmente el fuego, representa una amenaza para la seguridad alimentaria para estos pequeños agricultores. El fuego es una herramienta que tiene sentido histórico y cultural para determinados pueblos indígenas, como bien documentan varias investigaciones en tierras bajas. De ahí que no es casual que los pueblos chiquitanos de Santa Cruz celebren el día del fuego cada 31 de agosto.
Segundo, el inventariado de los usuarios del fuego nos dice que el agricultor familiar no es el único dependiente del fuego, sino también las empresas agropecuarias, incluyendo las empresas estatales pese a los discursos de mecanización. Pero es necesario comprender que las responsabilidades entre el pequeño agricultor y las empresas no son las mismas.
En los últimos años, lamentablemente, bajo el discurso del fuego tradicional o doméstico, las quemas están siendo tergiversadas. Particularmente los traficantes de tierras, muchos encubiertos como campesinos o interculturales, emplean el fuego para fines distintos a la habilitación familiar de tierras productivas. La etiqueta del fuego tradicional es utilitaria en estos casos para el avance de las agriculturas extractivas o el tráfico de tierras. No hay que romantizar las quemas tradicionales, pero tampoco estigmatizarlas.
Finalmente, “la pausa ambiental” es una respuesta ilusoria que no aborda los temas estructurales que están por detrás de los incendios. Las decisiones políticas de patas cortas no dan chance para un debate profundo sobre qué hacer con las agriculturas dependientes del fuego ni son sostenibles en el tiempo. La pausa, inicialmente planeada para cinco años ni siquiera duró un año. El ministro de medio ambiente anunció recientemente el levantamiento de la medida, cediendo a las presiones sociales.
En suma, más allá de defender o condenar el uso de fuego por parte de los pequeños agricultores necesitamos discusiones que superen las miradas binarias entre agricultura con fuego o sin fuego. No vaya ser que de tanto hablar de las consecuencias negativas del fuego, nos olvidemos que también el fuego puede cumplir funciones ecosistémicas, formar parte integral de sistemas agrícolas sostenibles y asegurar los medios de vida de los pequeños agricultores rurales. Que la desesperación no nos conduzca a adoptar posturas socialmente excluyentes.
Martha Irene Mamani es investigadora de la Fundación TIERRA.